El pasajero

"No existe un dios  más antiguo y verdadero que el amor puro 
y a este nada lo precede y todo de él se desprende"
Platón



 Vino la lluvia y llenó de agua las zanjas que me dejaron en la piel los cascos de unos caballos. Pisotearon mi tallo porque soy un espino, un arbusto sin flores al que de pronto de le brotó una flor blanca. Mis brazos son ramas largas que se abren para recibirla a ella, la flor, que triste y desvanecida se desploma ante mis pies. No puedo hablarle, sólo la escucho sollozar. Sobre mi corteza resbalan dos lágrimas verdes y lloro también de herida profunda porque su dolor es mi dolor. Ahora ella duerme y yo soy brisa, le silbo y mezo su cabello, acaricio sus ojos y sin poderlo evitar me alejo.
Sin que yo me detuviera a cambiar de forma, el cielo oscureció y las nubes, todas las que mi vista podía abarcar, se apiñaron en fila contra mí que me encontraba en medio de una playa en un lugar que llaman Río Caribe. De pronto las nubes se volvieron una gran sepia  que ponía un enorme huevo que caía al mar mientras sus tentáculos me sujetaban. Allí estaba yo y la gran sepia ya no era más una sepia sino un barco de velas y el huevo ya no era un huevo, era una barca y esa barca era yo recibiendo sobre mi lomo a un ejército de soldados medievales que caían dentro de mí como si me fueran a traspasar con sus piernas en cada salto.
Ellos mismos con trajes de hierro sujetaron mis brazos y remaron y navegué con ellos hasta la orilla. Mi cuerpo al entrar en contacto con la arena se tornó rígido con la rigidez del acero frío y quedé convertido en una lanza enorme, dispuesto a empalar a cientos o a miles o a cuantos fuese necesario. Como no había perdido mi sentido del olfato, noté que el olor de la arena no era el mismo de la playa del espino blanco de aquel lugar llamado Río Caribe. Era un olor más fuerte, un olor de agua salobre mezclada con sangre y muerte, de un mundo diferente, de otro tiempo.
Estaba en medio de una gran batalla y las armas eran feroces como feroces eran aquellos que las empuñaban. La lucha era cuerpo a cuerpo y cuerpo a cuerpo caían en medio de aquél lugar que se iba tiñendo de rojo. Sus rostros lucían terriblemente contrariados, tal vez por el miedo, o por la furia o por ambas cosas.
Ahora estoy hundido en el costado de uno de esos, escuchando su gemido agónico. Lo sentí culpándome de su dolor y sin poder soportarlo, aferré a la tierra la punta de la lanza que era mi rostro, y lloré mezclando mis lágrimas con la sangre que de él hice brotar.
No sé desde hace cuánto tiempo soy parte de esta tierra ensangrentada y una gran caballería desbocada me pisa y me desmiembra. Los caballos corren sobre mí, se hunden en mis músculos y parten mis huesos. Fue aquí cuando llegó la lluvia  y llenó de agua las zanjas de mi piel. La lluvia cesó y entonces pude abrir los ojos, estaba boca arriba. Quería levantarme pero no había piernas que sostuvieran mi cuerpo, no había brazos ni manos. La tierra estaba floja y de nuevo la tierra era yo. Comencé a convulsionar, me retorcía buscando poder moverme y así me fui deslizando hasta que tropecé con unas raíces muy gruesas.
Algo dentro de mí, me haló, sentí que me embutía y elevaba por el aire, entonces supe al ver mi tallo que era de nuevo aquél espino blanco. No estaba la flor, tal vez el invierno helado la había llevado lejos. Me quedé mirando aparecer de nuevo en el cielo a la gran nave que descendía en el mar, envuelta en una espesa bruma que a ratos la hacía desaparecer.
Estaba cansado, con un cansancio por el que me desplomaba sin permitirme ordenar mis pensamientos pero aún así pude escuchar un leve gemido que salía de mí. Una diminuta joven vestida de blanco trepaba mi tallo sin enredarse con sus trenzas. Ahora mis ramas son brazos que se abren para recibirla pero ella se desploma ante mis pies. No puedo hablarle, sólo la escucho sollozar y sobre mi corteza resbalan dos lágrimas verdes y lloro, con herida profunda porque su dolor lo siento mío.  

Elena López Meneses


La otra imagen

               
               
         
"Estoy aquí en la tierra como una fiel costumbre,

como un galgo que lame una estatua mojada,
como el que va en la sombra llamando sus parientes,
como el gesto inocente de los espantapájaros
bajo el húmedo viento"
Vicente Gerbasi 
         
 Barajo es una de esas palabras que utilizaba la gente de antes. Barajo exclamaba mi abuelo ante una tremenda calentera o ante una desilusión que lo llenara de asombro o de tristeza.  Barajo digo yo ahora, sentado en algún lugar de esta habitación, cuando veo a Dolorita, mi mujer, durmiendo desnuda. La observo con detenimiento, hacía no sé cuánto tiempo que no la contemplaba dormida o despierta. Su torso flácido, me parece semejante a esas aguamalas gelatinosas que el mar, con hastío, vomita a la orilla de la playa y allí se quedan agrietándose bajo el sol, desterradas en la arena sin alivio ni consuelo alguno, hasta dejar de latir y desaparecer.

Hacía mucho que había dejado de intentar acariciar esa piel como cuando parecían unas parchitas que yo abría con mis manos y la boca hecha agua. Con los años los pliegues de sus arrugas se me fueron enredando entre las manos al tiempo que se me encogía el alma. Hacía mucho también que su vientre se había cerrado, o tal vez ella lo fue dejando cerrando para mí.  Esas cosas que pasan con el tiempo y es que hubo un tiempo en que Dolorita tuvo las carnes duras y sedosas; eso lo recuerdo bien aunque casi nunca mis ojos pudiesen disfrutarla, por mojigata, digo yo.
Mientras pensaba esto, hacía vanos intentos por incorporarme; me sentía el cuerpo cada vez más pesado. no me respondían las piernas ni las manos. Esa rigidez, esa inactividad, hacía algún tiempo que la venía sufriendo. Rigidez también de la mente y cansancio o deseos de no hacer, de no continuar la vida.
Tenía la sensación de que lentamente me iba convirtiendo en algo, dejando por eso de ser alguien. A dónde había ido a parar mi tiempo, no lo sabía. Cada hora, cada segundo se reducía a lo mismo y en el mismo lugar, la habitación, sólo recuerdos. No atinaba a comprender, por ejemplo, por qué ya no hacía planes para el futuro y prefería permanecer allí como clavado, mirando a mi mujer, que ahora parecía despertar. Yo, un hombre vital y lleno de proyectos, de pronto me veía a mí mismo como un ser inerte, apagado, sin voluntad.
Observé a Dolorita encender un cigarrillo como lo hacía cada  mañana y extrañado me dí cuenta que verla fumar ya no me provocaba el mismo desagrado de antes, por sólo presentir que acto seguido se acercaría a besarme. Dolorita no me besó, me miró fijamente, de arriba abajo, con detenimiento pero indiferente. Como si me estudiara, como si yo fuera un espécimen raro y no el hombre con el cual había convivido durante veinticinco largos años.

Podría parecer una contradicción esto que voy a decir pero la ausencia es una visita amarga, desoladora cuando decide presentarse entre dos cuerpos que se juntan buscando amarse; porque estoy convencido de que esa ausencia, con su cara larga y sus labios negros y helados, también se llevaba los pocos y fortuitos gemidos de placer que pude haberle arrancado a Dolorita.

            Poco a poco, mi memoria se redujo a sólo imágenes de esa habitación. Dolorita despertando, durmiendo o llegando de quién sabe dónde, lugares cualesquiera que yo ya no visitaba y se me escapaban de los recuerdos.  Dolorita desvistiéndose sinuosa, como si tuviera nuevamente 20 años. tocándose, mirándome entre burlona y satisfecha; a qué se debía ese cambio repentino, me preguntaba. Todos los días, a la misma hora con tediosa puntualidad, Dolorita sobre mí, masajeándome los muslos, el abdomen, el pecho. Hundiendo sus dedos en mis ojos como si fueran dos cuencos vacíos.  Parecía querer esculpirme de nuevo, moldearme a su antojo, tejiendo y destejiendo mis arterias tal vez, digo yo, para encenderme nuevamente el flujo de la sangre. Dolorita hurgándome bajo la piel, intentando quizá encontrar detrás de ella, otra imagen que le diera más satisfacción. El resto del tiempo, me quedaba allí, cada vez más quieto. Sin nada que aportar, decir o sentir.
Un día Dolorita me dejó en paz. Ese día pude al fin salir de aquel encierro. Sabía que no era el mismo y aunque debía hacer esfuerzos para pensar o analizar, tenía plena conciencia de que mi salud se había deteriorado. Aún así disfruté verme en una esquina del salón de mi casa, contemplando mis cuadros, mis libros, en fin mis pertenencias, producto de una compilación donde el afecto era la causa. Había flores en algunas mesas, piezas de bronce ajenas a mi memoria se exhibían en otras, y gentes extrañas que poco a poco llegaban, las acariciaban, las compraban o simplemente miraban. Algunas se atrevían a observarme con desganada curiosidad, como si yo fuese parte del mobiliario, ¿una escultura?.
Sentí a Tequila, nuestro perro, lamerme el talón. Sale perro endemoniado, quise gritarle, cuando vi a una dama, elegantemente vestida, pararse junto mí en compañía de Dolorita, palpaba mi rostro sin que yo sintiera sus manos. Esta me gusta exclamó mirándome fijamente a los ojos. Esta no está venta replicó mi mujer, apoyámdose en mi hombro, mientras tapaba, con disimulo, una gota de sangre que Tequila lamía de mi pie.

Elena López Meneses


El vértice



Hay una estructura en mi cuerpo, son esquinas, andamios y cimentos que periódicamente se estremecen, agotan la columna que es mi sostén, que está a mi lado desde que existo en el lugar de mis sueños cuando huyo de este mundo, pero la columna permanece, me protege contra mis desafueros y sé que me ama.
Era yo incipiente de cuerpo cuando esa columna, los tomó con su luz intensa en una de mis esquinas que apenas definían su ángulo. Desde entonces vive eternamente en mí, constituida en mi único vértice.

Hay estaciones que se mueven en esa, mi estructura. Como regla natural de vida, vienen y van una y otra vez en todos estos años en que he crecido y la columna envejece a mi lado y aunque la luz de esa columna no es tan intensa como antes, creo que es sólida a ratos, tal vez los ratos en que yo se lo permito. A veces me pregunto si existe en mi submundo, subrepticia y silenciosa a la espera de mis deseos, porque yo misma le negué la virtud de ser. ¡Dios qué terrible si así fuese!

Cuando la observo en mi tiempo de invierno, la amo y la añoro aunque ella en realidad nunca se mueve de mi lado y mi cuerpo vive aferrado a ella. Hay otro tiempo, el de mis venas en el primer equinoccio, el tiempo de los sentidos que se dejan deslumbrar por otras columnas que parecen sostenes más sólidos o más atractivos, en que no deseo que esté en mí, trato de apartarla y aunque es sólida y tiene buen temple, la columna sufre, la veo apagarse aún más y me desgarro. Otras veces cuando el sol me despierta la piel y el olor a océano se apodera de mi vientre, ignoro por tiempo indefinido su tristeza y huyo hacia mis fantasías y sueño que son verdad. Trasiegos los cimientos, intento abandonarme en otra estructura, y a veces, sólo a veces, en alguna otra columna. Pero mis ángulos están atados de por vida y las piedras de mi memoria que no se inmuta, permanecen allí aunque acompañen a mis pies y a mi cuerpo, a correr tras alguna estampida. Y vuelve la columna a sostenerme y a curarme las heridas, cuando regreso insoluta sin haber llegado siquiera a vislumbrarla.

Hay instantes de vida, dentro de los miles de ladrillos que se construyeron a mi alrededor,en los que me encuentro afuera y no consigo entrar, entonces me asusto. Otros, la mayoría de las veces, estoy dentro y no quiero salir o no puedo y esas dos líneas se disipan como las esquinas de mi cuerpo, como los deseos de mis sienes hirviendo que se ahogan en los fallidos sueños por donde se me escapan las fantasías, después de agotarlas con mis realidades y después de golpear con furia a esa columna que es también mi vértice, mi querido taumaturgo que soporta en silencio y se hace más eterno y verdadero.


Elena López Meneses





Bendígame Padre



“…Y te veré pensativo en el último arrecife,
dulce provocador de naufragios
Sombrío dios sin devotos,
tus amapolas me curarán de las rosas…”
Marquerite Yourcenar

                                                                                                                                    
A las tres de la tarde Luciana llegó ante el confesionario. Sabía que a esa hora la iglesia estaría vacía y que el Párroco no se encontraba. Sabía también que Santiago, el seminarista, estaría recostado en el confesionario intentando reponerse de las rigurosas tareas que durante la jornada debía cumplir.
Luciana y Santiago se conocieron desde siempre. Crecieron juntos cerca del mar, más como amigos íntimos que como vecinos hasta que Santiago, influenciado por su tío, el Obispo, ingresó al seminario a los dieciocho años y no lo volvió a ver durante durante los próximos cinco.
En ese tiempo de ausencia, siempre existió un lugar dentro de ella, donde con gran celo, guardaba su recuerdo. Guardaba el color de su mirada, el movimiento de sus labios, la forma de sus manos, el ancho de su espalda, lo turgido de sus muslos, sus movimientos sensitivos, su media sonrisa, pero más que nada, ¡Dios…aquella forma de mirarla! Todo lo demás que le fue negado explorar de su cuerpo, ahí también yacía, en estado de luminaria imaginación donde ella, a hurtadillas, se deleitaba.
Esa existencia, hecha recuerdo, habitaba en una cámara oculta detrás de una complicada red de difícil acceso, construida en contra de su razón y acorde con sus deseos. Un hábitat lejano que guardaba el inicio del camino donde una vez la piel le fue horadada. Una senda por la que increpaba con furia al Dios que se lo había negado y se abría paso en medio de una densa constelación de venas, arterias y quién sabe cuántas conexiones neuronales de órdenes y contra órdenes, que fluctuaban entre su mente, sus deseos y su consciente o subconsciente, convirtiéndola en zona de acceso restringido incluso y sobre todo para ella, pero ella era persistente, transgresora y capaz de rebasar, por él, toda suerte de obstáculos para cruzar umbrales inexistentes para el ojo humano, pero no por eso menos reales para los sentidos. Aquella estancia, era también un recinto sagrado y profano a la vez, que ella forjó para albergarlo, y aunque al principio sólo se atrevía a visitarlo si la añoranza la sorprendía en una dilatada y subrepticia visión de rebelde locura o gran melancolía, era entonces cuando, una vez allí, sólo allí, él le pertenecía por completo hasta sentirlo jadear convertido en amante furtivo. Así lo amaba ella, así podía disfrutarlo a su antojo, aún sin que él jamás llegara a sospecharlo.

Un trasmundo, donde podía insuflarle vida a su recuerdo, conocer la textura de su piel, sentir sus poros dilatados mojándola, sus vapores, exfoliarla, tallándole historias con sus labios hasta hacerla parir millones de flores para saciarle su interminable sed de miel. Fundirse en su pecho en un apretado abrazo, buscando retenerlo, para siempre. Sentir sus manos deslizar por sus muslos haciéndola contraerse ante el roce, mientras afuera, en el mundo real, su mente se preguntara dónde se hallaría y a quién estaría haciendo estremecer.
Así se le pasó el tiempo, entre visitas a su propio interior donde lo hallaba y lo amaba o solamente se sentaba y le escribía, desde la cursilería mas pavorosa hasta que la invadía ese erotismo abrasador y entonces se acurrucaba en el borde de la cama, en una condición casi de indefensión de vuelta a su interior, mientras en su mente quedaba convertida en la amante feroz de su recuerdo, en la meretriz soñada, su geisha mojigata fantaseada por todo hombre occidental. En la fuente del placer más puro, de su sangre, de su carne…¡Cómo lastimaba amarlo sólo en pensamiento!

Hasta que Santiago volvió. Faltaba poco para que dejara de ser seminarista y ella al verlo de nuevo, supo que debía intentar recuperarlo.
Hacía tiempo que lo venía observando; su casa, la de Luciana, quedaba detrás de la iglesia. Desde allí podía mirarlo temprano en las mañanas cuando salía al patio a alimentar a las gallinas, conejos y cuanto animal se le ocurriera al cura poseer. Lo hacía con el torso desnudo para desagrado del Párroco quien le aseguraba que no tardaría en pescar una pulmonía y algún mal pensamiento. Santiago reía entonces para delicia de ella quien ya se imaginaba acariciando aquél cuerpo que conocía de memoria.
Luciana se arrodilló ante el visillo y tras un bendígame Padre porque he pecado, dió rienda suelta a su efervescencia y le suplicó que no profesara, que ella todavía lo amaba. El seminarista se tapó el rostro con las manos y con una voz que más parecía un sollozo, intentó explicarle que no era posible, que lo olvidara. Si lo es – le replicó ella como si se le hubiese disparado un discurso aprendido de memoria a fuerza de desearlo – Déjame calmar tu llanto, convertirme en tu ánfora que la brisa no evapore. Toma posesión de mí como si fuera tierra irresoluta y con tus manos que desatan Prometeos llévame al mar, invoca a Poseidón, conviértete en mar, conviérteme en arrecife, en arena coralina; haz que tu espuma se reseque en mi orilla y enséñame cómo desde tiempo inmemorable, no existe un coito más ancho y más ruidoso.
Santiago detuvo el llanto, nunca nadie la miró con tanta ternura y dolor a la vez. Un dolor que le anunciaba renuncia, olvido, ausencia. No puede ser – le dijo – ¿Es que no entiendes que para olvidarte, me convertí en eunuco de Dios?

De ella nunca más se supo. Apenas murmullos que alguna vez se dejaron oír entre las olas que bañaban un arrecife con rostro de mujer, susurros que denunciaban abandono y se ahogaban bajo el tañir de las campanas, en la torre de la iglesia que se divisaba desde la playa. Al seminarista nunca más se le volvió a ver, pero hay quien dice que, sobre aquél arrecife, en las noches cuando la marea sube, una sombra vestida de riguroso negro, se aferra a la piedra amasada con arena coralina y rostro de mujer, y sin clamar a Dios llora amargamente.


Elena López Meneses



Agüita de coco para el desamor


Dicen que apareció una noche de tormenta, a orillas de la playa, enredada entre palmeras que el aliento sofocado de las olas, había derribado; que deliraba incoherencias, sujetaba su vientre abultado y le pedía a luna que la ayudara. Dicen también que mordía con desaliento los cocales estrellados contra la arena, buscando el líquido dulce que apaciguara la sed de sus labios; unos labios fruncidos quizás por algún dolor con rostro de hombre lejano. Cuentan que la arrojó el lecho marino en partículas tal vez. Pedazos de cuerpo y alma que Ondina no sabía cuánto tiempo le llevaría recomponer o si podría lograrlo.
Tenía sangrando las manos, y los ojos abotagados quien sabe si de mucho llorar o quizás los relámpagos que no dejaban de herir el cielo, le habían cegado la vista. Sujetaba su vientre abultado a punto de estallar como si no deseara dejar salir a la criatura que llevaba dentro y repetía con desesperación, insaf, Alá insaf.
Hacía días que había cesado de llover pero todavía el horizonte lucía bloqueado por un grueso techo de nubes de acero helado. Era mucha la gente que la tormenta arrojaba hasta su orilla, una orilla que Ondina había visto mancharse de muerte o de vida, según fuera el caso; terminó pensando y preguntándose cuál sería el de esta mujer que, a ratos, parecía querer desaparecer bajo la arena para después safarse de la muerte aferrándose al agua fresca de los cocales. Tu vida no ha terminado aún, le susurraba Ondina intentado rescatarle la memoria de algún fango donde parecía haberla confinado.

Ondina no sabía de ciudades ni de puentes, barcos o aviones que comunicaran con esas ciudades y sin embargo venia de darle la vuelta al mundo desde sus entrañas, desde sus miserias, dolores o alegrías. Ondina era tan antigua que vio nacer al mar, lo retiró de sus pies para que le respetara su espacio de vida, pero también se volvía su orilla cuando deseaba ser acariciada.
Si alguien sabía de calmar el desamor, las penas y el desaliento, esa era Ondina. Su origen semi divino le otorgó la paciencia necesaria para lidiar con el desequilibrio humano, con el caos ontológico de los seres originadores de tormentas, mucho más terribles que las que azotaban las costas, valles o montañas. Por eso se dedicó a darle de tomar, una y otra vez, el agua fresca de los cocos que la tormenta, amiga al fin de la naturaleza, había puesto al alcance de sus manos. Agua balsámica que aleja los lamentos y calma la fiebre de los sentidos. A Ondina sólo le bastó escucharla clamar insaf Ála y limpiarle las heridas del cuerpo, para intuir con certeza su doloroso destino inacabado.
Una noche de creciente lunar, la mujer del vientre abultado a punto de estallar, abrió los ojos por primera vez y miró intensamente a Ondina; sabía por su aroma que era ella quien la cuidaba, quien le había sellado las heridas de adentro y de afuera a fuerza de contarle historias arcaicas; cómo te llamas – le preguntó – Fadhila – respondió ella –, y acto seguido un gemido prolongado se le incrustó en la garganta, al tiempo que le imploraba, sujetándose el vientre que ya liberaba la carga, salvar a su hija de la ablación.

Con la mirada detenida en la media luna, se fue quedando inmóvil, ligera y precisa sin un velo que la identificara. Había sido torturada por nacer mujer, lapidada por amar a quien no debía y condenada a morir por ser fuente de vida. insaaf Alá insaaf, fue lo último que se le escuchó decir, y de su vientre se desprendió un fuerte aguacero dulce. Agua santa de coco que arrojó a la vida a una niña que viviría en libertad y justicia al abrigo de Ondina.

Elena López Meneses





Metáfora de una vendimia


Cuando Máximo comprendió que era diferente, contaba apenas 8 años. Supo que el encierro no era la mejor manera de evitar ser subyugado por quienes habían sido sus amigos, cuando iniciaba, apenas, la pubertad. Heredero del mejor vino cultivado al sur de la Toscana, corría el año de 1664 cuando siendo descendiente de la señorial casa de los Scaligeri, produjo la gran sepa Chianti que le valió hasta el presente el puesto de mejor vino de la región. Aquellos valles de fondos tapizados por la exquisita vid, se habían decretado su carcelero, buscando librarlo de la curiosidad mundana. El hombre vale tanto como mide – le mentía a veces su madre –, y sólo los que poseen tu estatura, logran alcanzar la cima o las estrellas.
Del padre aprendió a sobrellevar su condición con un humor que no daba acceso a la lástima, y cuando por algún acto cívico o social debía comparecer ante una multitud, pedía permiso para arrodillarse y así estar a la altura de los acontecimientos. En momentos como ese, la mayoría reía aún sin entender si se burlaba de ellos o de sí mismo. Su padre sabía lo que hacía cuando de joven, cada noche, le narraba las insólitas y divertidas hazañas de Gargantúa y su hijo Pantagruel. Máximo reía entonces, divertido por la visión de aquéllos gigantes bondadosos. La lucha por trascender, como ellos, más allá de su enorme humanidad, lo llevó a la convicción de que no hay obstáculo del cual no se logre obtener un beneficio que equilibre cualquier limitación. Con tal certeza logró convertirse en el más grande anfitrión de Toscana, llegando a desarrollar una enorme capacidad para deleitar a todo aquél que deseara beber del fruto de sus viñedos.
Había crecido amando el arte, las historias y los sabores. Había vivido sin importarle que su cabello se enredara entre las copas de los árboles, o asistir a la escuela desde afuera, a través de una ventana, aminorando el vigor de sus pasos, de su voz, de sus pensamientos, y nunca renegó por ello de su condición, hasta el día en que la conoció y ella se convirtió en su alma, razón y sentimiento.

No la presintió, no la vió venir. Su presencia le había llegado como por asalto, como ladrón que trepa en la oscuridad de la noche, sobre el ya vencido por la vida. ¿Qué tormenta la había arrojado hasta su pecho, quién desdichado cruel, le había mostrado el camino hasta sus venas, haciéndola huésped imperecedera de sus sentidos, sibarita insaciable a la espera del dulzor de su vendimia. Quién era ella que no se intimidaba ante unas manos que más que manos semejaban dos cuencos de hondura interminable; ni se estremecía por el sonido percusivo de su voz.
Cómo reconciliar la agitación de su pecho con un sentir que aunque eterno era desconocido para él, si aún teniéndola a su merced apenas se atrevía a presentir la tersura de sus labios, a observarla mientras dormía con el pecho agitado y trasiego por algún mal recuerdo que se desvanecía con la luz del sol. A rondarle la respiración y sentir envidia del oxígeno que la poseía toda en cada inhalación.

Nada importaba si la había arrojado el viento del norte o si desde siempre habitó cada racimo de su vid. Mejor que su cordura se quebrara si era forzada a recordar y cuando inclinado sobre su rostro quedaba cautivo del yacimiento de seducción inagotable que era su mirada perdida, en algún punto irreconocible para mortal alguno, entonces agradecía a la providencia que en ella no existiera la luz, que no lo pudiera contemplar tal como era y se conformara con sentirlo surcar el recinto violáceo de la viña como si fuera un mar revuelto, con ella en brazos, llevándola en vilo de atardecer en atardecer; a la espera de la consagración plena de la vendimia. Estaba seguro que en aquellos paseos interminables, entre el perfume de su piel, de su fervor femenino y el fondo malva de la vid, se había producido una suerte de simbiosis única, de alteridad poética irrepetible y un milagro que no se agotaría jamás.
Un día ella desapareció: sin dejar un rastro, una huella que le otorgara la esperanza de encontrarla. Era el mismo día en que se llevaría a cabo la vendimia. El día en que el llanto de aquél gigante de corazón, regó los valles con una llovizna sutil y resignada. También el día en que inició la ardua tarea de acariciar las uvas para verterles la sangre con altiva agilidad, con deseos de fuga, de escindirse en sí mismo, o sobre los racimos que comenzaban a burbujear, sofocados por su peso.

No estés triste –le susurró una voz que parecía provenir de cada fruto sagrado – ¿Acaso no sientes mi perfume enlazarse a tu cintura y ascender tu tronco firme?...Ahora sí me puedes poseer, beberme, bañarte en mí. Déjate llevar por mi cadencia y reconocerás mi aroma – le dijo – Cultiva mi bouquet, perfila mis taninos y frótame hasta que me sientas fermentar estremecida por tu roce, porque nunca me fui y siempre he sido parte del viñedo de tus valles; estoy rendida a tus pies, soy muerte y resurrección.

Elena López Meneses




El místico final de Fidelius Escarpita “…y ese día no leímos más” Dante Alighieri - La Divina comedia


Una crónica infernal da cuenta de un episodio que traspasó las fronteras de los nueve círculos dantescos para quedar grabado en la memoria de algunos caraqueños de principios de siglo.
Cuando Fidelius arribó al infierno, la actividad social que se vivía en las tinieblas era muy precaria. El temor de los condenados a ser secuestrados o asesinados a manos del hampa desbordada, había aniquilado la capacidad de diversión de la mayoría. Las noches transcurrían en medio de la soledad y en las calles ni el bajo mundo se daba cita en las tradicionales esquinas, por miedo a ser víctimas del pillaje o la milicia.
Fidelius cambió radicalmente esa realidad. Había sido asignado Alcalde y promotor cultural del quinto círculo, donde el Cerco de Caín gime violento, y donde van los que cometieron pecado de amor. Su fama bien ganada como seductor irresistible, dentro de lo más granado del ámbito hedonista y lujurioso, lo había llevado a lograr que aquél lugar fuese uno de los más codiciados por humanos, condenados y alguna que otra especie del submundo sideral.
Hasta que la situación comenzó a declinar, y es que incluso en el infierno habría que convenir que si no se mantienen ciertas reglas, la sociedad va rumbo al desastre y así ocurrió. Fidelius cedió al amor nada menos que de Francesca y acusado por Paolo de alta traición al sagrado círculo, se vio obligado a huir antes de ser arrojado al último nivel.
Sucedió una tarde en que había decidido acercarse a Ghótika, su librería favorita, en busca de alguna novedad. Disfrutaba mezclarse entre la gente ávida por conseguir a su autor preferido, ansiosa por encontrar en la lectura una realidad menos palpable que la que ofrecían los noticieros, reallity shows y alguna telenovela, alimentarse del aroma a libros usados con aliento a milenios. Era un año en que la crisis y ciertas medidas económicas, habían sido superadas y se podía obtener fácilmente las seductoras novedades para disfrute de los amantes. Escogió un libro de Sade, quería releer La Mojigata y familiarizarse más con las truculentas estulticias de las féminas que arribaban a los predios infernales alegando un trato injusto en su rendición de cuentas o en su defecto aduciendo falsos arrepentimientos.

En eso venía pensando cuando la mirada aguda de Francesca se posó en su cuello, en sus hombros en su vientre, haciéndolo sentir que toda su sangre añeja como vino celosamente atesorado, iba y venía de su cuerpo cual marea estremecida por un desenfreno inesperado, como si ella hubiese estado escuchando sus pensamientos y quisiera demostrarle que no era mojigata, advertirle que mejor lectura era la historia de Lancelot y Ginebra, mientras le sujetaba la mente, las vísceras y lo impregnaba con su lujuria habitual bajo la cual también había sucumbido el infeliz Paolo.
Tras una breve búsqueda por Internet, encontró un lugar parecido que le confiriera, además, continuar con sus prerrogativas de alma inmortal. Caracas ya no era la sucursal del cielo, en la últimas décadas se había convertido en una ciudad infernal y decidió que ese seria un lugar interesante para su modo de vida. Sabía a lo que se arriesgaba al intentar vivir nuevamente como cualquier mortal después de tantos siglos, pero también sabía que la condición para permanecer inmortal entre ellos, era mantener su carácter concupiscente y no cometer el error de permitirse un sentimiento puro como el amor, ante lo cual estaba seguro que jamás declinaría.
Corrían los años en que la noche era la meca de la mayoría de los jóvenes, los centros nocturnos y antros no cerraba sus puertas, años en los que la droga junto a la prostitución eran la gran dominatrix de las noches caraqueñas. Fidelius había pensado en primer lugar en Puerto Rico por aquello de las frecuentes muertes asignadas al chupacabras, situación muy conveniente para sus propósitos, pero detestaba el reguetón así que optó por elegir Caracas y vivir en los Palos Grandes, un lugar desde donde podía observar cuando el sol apaciguaba su inclemencia sobre la tarde capitalina, haciendo que el Ávila declinara su verdor mientras se difuminaba irremisiblemente con el pasar de las horas hasta volverse una mancha oscura queriendo devorar la ciudad.
Alquiló un elegante tipo estudio, contactó a los que controlaban el negocio de los centros nocturnos, el tráfico de drogas y se entregó a la insaciable tarea de lo que mejor sabía hacer desde el principio de los tiempos: succionarle la esencia a los seres hasta que no quedara en ellos ni una sola gota de sangre, de dignidad, de orgullo o de vida. En su devenir, no contó con que conocería a Siloé, una morena voluptuosa, estriper del bar del viejo Danilo Rivas, el hombre que lo había conectado con los bajos fondos. Una sílfide de barro que lo subyugó por su ternura, su piel, su boca que lo invitaba a succionarla y poseerla indefinidamente por los siglos de los siglos. Cada día contaba las horas para poder verla, los pasos que la separaran de ella – Busca en otro lugar muchacho – le aconsejaba entonces Danilo que bien conocía a Siloé – Esa flor ya tiene dueño –
Así se lo hizo saber ella también, advirtiéndole, además, que no por ser una chica humilde venida de Petare, era tonta o ingenua y que no por tener ese oficio era presa fácil. Para el temperamento infernal de Fidelius no había vuelta atrás, ya se había hundido en un cruel suplicio donde nada podía saciarlo de un anhelo incontenible de redención, de entrega a un amor casi ingenuo que no sabe de engaños ni trampas y que sólo es feliz si hace feliz a quien ama.
Por primera vez se vio a sí mismo desnudo y sintió frío, estaba de cara a un espejo que sólo le devolvía una sombra oscura y oxidada, una sombra que le desfiguraba el rostro como a un mal recuerdo. Se sintió pequeño y exhausto de vivir. ¿Cómo lo vería ella, intuiría su ambigua naturaleza, su precaria procedencia.? Cómo pedirle que lo acompañara a existir en la oscuridad perenne, si ella había inventado la luz.

Él que había sido amado por princesas nórdicas, tenido a sus pies a las más cotizadas de la realeza oriental y africana, bebido hasta el ultimo aliento de vida de las mas nobles de las sociedades europeas, intimo amigo de Rasputin quien le suministraba con placer perverso al Zarevich cuando a este le daba por sangrar y no parar, que bebió hasta la saciedad del llanto de Eloisa, profanando su hábito y sus sueños al hacerse pasar por Abelardo, ahora sólo aspiraba a ser amado por aquella mujer bendita con aroma a trópico y capin melao.
Era pasada la media noche cuando decidió acercarse al bar de Danilo y esperarla hasta que terminara su turno. Estaba seguro de convencerla de su amor, de su entrega, inmolarse a perder su eternidad con tal de tenerla. No quiso entrar, odiaba ver cómo sus caderas encendían de deseo las miradas de los hombres, sintió miedo por ella y él nunca había sentido miedo, deseos de protegerla, de llevarla a un lugar inmaculado. Tanto disfrutar con la indefensión, el desamparo de sus víctimas y ahora era el mártir de un desasosiego que solamente ella podía calmar.
La vio acercarse serena, confiada con una sonrisa que lo incendió por dentro y lo hizo preguntarse si así sería, acaso, el rostro de Eva cuando Dios la creó. Todo ocurrió en fracciones de segundos. Su cercanía centelleándole en el rostro, su respiración rozándole el cuello, su aliento penetrarlo hasta las entrañas, y fue cuando entonces un temblor inmisericorde lo arrobó haciéndolo suplicar, en silencio, clemencia a la Divinidad, para poder merecer su cuerpo.
Siloé tan sólo lo besó en la mejilla, le dijo adiós y siguió de largo dejándolo atrás en el olvido, como agua que corre mansa y cristalina, que no la detiene piedra alguna ni puede enturbiarla el barro. Agua de Siloé que redime el horror y la sequía, dejándolo extrañado de sí mismo, despojado de sus miserias y en una inmensidad redentora que lo redujo a polvo y cenizas.

Elena López Meneses



Una experiencia extásica en dosis mínima





Sorpréndeme entonces, me increpó aquella mujer deliciosamente retadora y virtual cuando le expliqué, vía Messenger, que no creía llenar sus expectativas. Hacía poco la había conocido a través de la página encuentratuparejaideal.com y ya sentía casi veneración por las imágenes de su cuerpo, desplegadas en su perfil. Dios cuánto podría tardar en recorrerle, palmo a palmo, toda la piel; sus gruesas caderas que me remitieron de inmediato a un valle epicúreo de transito denso. Un frío agudo que me comenzó en la última vértebra lumbar y no tardó ni dos segundos en llegar a la nuca, me paralizó haciéndome sentir la onírica cobardía que visitaba mis noches con frecuencia, evidenciando mi recalcitrante temor a parecer, como siempre, literalmente disminuido. Hacía ya algún tiempo compartía íntimamente, pantalla de por medio, con esa explosiva mujer cuyo líbido respondía como un resorte ante mis palabras como nadie lo había logrado, según solía decirme, en sus treinta y cinco años de vida.


Convencido de que mis hazañas virtuales, eran apenas el preámbulo del delirio extásico tan esperado por ella, nos prometimos tener un primer encuentro tres días después. Sorpréndeme – repitió – más de lo que has logrado hasta ahora y yo me encargaré de decidir si llenaste o no mis expectativas.


Con estas palabras intenté despojarme de todo temor y con mi manual de kamasutra en mano, donde estaba seguro encontraría la manera de compensar mis pequeñas limitaciones, determiné que ese primer encuentro sería gozosamente lacaniano. Tenía, además, la certeza que inmerso en tales enseñanzas, me volvería, más que un autodidacta, un empírico de las artes amatorias. Gran error eso de asumir posiciones unilaterales en las manifestaciones de placer y cuando escucho a alguien decir eso de que el amor todo lo puede, no sé si reír o llorar. Habría que ponerse en mi posición o mejor dicho desde ella, y fijarse en los sacrificios que hay que hacer cuando se trata de complacer al ser amado.




Cuando el día tan ansiado llegó, fue un encuentro casi gutural si lo medimos desde mi punto de vista, donde toda lección quedaría aislada de una realidad que prometió aferrarse para siempre a mis recuerdos y en la cual no tardé en intuir que ella también se había ilustrado del portentoso libro. Yo quien creí que unos cuantos capítulos leídos bastarían para elevarla a la cumbre más alta de la enajenación mística del placer, me encontré siendo víctima del más enconado paroxismo sexual del cual nunca me repondría, cuando con voz desafiante me demandó hacerle el vuelo de la mariposa, la danza del misionero y otras posiciones que por salud mental ya he olvidado, hasta que enloquecida se arrojó sobre mí buscando materializar la idílica postura de la amazona y comenzó a cabalgar sus ochenta y tres kilos sobre mi extenuada humanidad. En ese instante no pude sino preguntarme, con gran tribulación, si los autores del kamasutra habrían visualizado, más allá de roces, fruiciones y arrobamientos, la unión carnal, por ejemplo, entre un tucusito y un avestruz.


Ella no dio ltiempo a que  la sabia naturaleza manifestara su lógica y en un arranque de locura extrema o tal vez desesperada por encontrar algo verdaderamente sólido, sujetó mi brazo y lo introdujo en lo que percibí como un denso bosque que para mi desgracia sólo enmarcaba un abismal remolino que intentó succionarme hasta el último aliento. Aquello fue demasiado para un metro diez de existencia así que tomé dignamente lo que me quedaba de estatura y me fui pensado que si para algunos el tamaño no importaba, para otros era una simple cuestión de supervivencia.
Elena López Meneses

Cerdo al perfume de sarrapia


El aroma a lavanda, proveniente de la cocina, se llevó el último vestigio de la exitosa temporada de langosta. Ya no quedaban clientes en la sala y el personal comenzaba a retirarse.
Aguardé hasta que los pasos del conserje se fueron alejando, apagando luces aquí y allá. Revisé cada espacio de la casa hasta estar segura de que no quedaba nadie. La pulcritud que imperaba a esa hora, sólo me remitía a los insultos y humillaciones que cada empleado debía aguantar de Ibrahim, el jefe de cocina. El resentimiento que su despotismo y aires de diva gastronómica provocaba en sus alumnos, compañeros y subalternos, se había constituido en un elemento valioso del cual yo sacaría provecho.
Encendí un cigarrillo de marihuana junto a una vela aromática para disipar el olor. No es que yo fuera una consumidora habitual de hierba, pero según Marianita, la sous chef valenciana, aquello me haría sentir osada, segura, desinhibida, ¡qué sé yo! Aspiré unas dos bocanadas. Por un instante a mi mente acudieron algunas de las personas que más lo detestaban, claro que tal vez no hasta el punto de querer acabar con su existencia, ¿O sí? Zawra, la siempre humillada Zawra, casada, con un bebé y expuesta al escarnio diario por haber cometido la imprudencia de quedarse dormida en el automóvil junto a Abdel, el chef pastelero, quien por cierto pregonaba a los cuatro vientos lo bien que se podía dormir en el asiento trasero. Sebastián, a quien Ibrahim obligó a exprimir, con los dientes, so pena de expulsión, una docena de limones por haberlo sorprendido botándolos todavía jugosos. Laila, la muchacha de la limpieza a quien mentaba la madre cuando la vajilla quedaba algo húmeda o le arrojaba las llaves en los pies para obligarla a inclinarse ante él.
En cuanto a mí no necesitaba más motivos que la obstinación que me producía su prepotencia para no querer verlo más. Pero como dice la canción, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Quién iba a pensar que por esas cosas alguien lo iba a matar, dirían muchos.
La escuela restaurante quedaba a sólo tres cuadras de la plaza El-Rsif. Ya el sol se había puesto y los cantos de almuédanos se iban dejando escurrir por los altavoces de las cientos de minaretes de las mezquitas que poblaban a la imperial Fez de Bali, para convocar a la oración del ocaso, al cuarto adhan, lo cual me indicaba que tenía, a lo sumo, 25 minutos antes de que Ibrahim regresara a ultimar los detalles para la mise en place del día siguiente. Hasta entonces permanecería en postración, aunque la verdad dudaba que lograra superar la barrera de su ego ni recitando mil veces la salat. Imaginándolo así, postrado, no pude evitar verlo como un cerdo adobado, listo para ser rostizado con una manzana atascada entre los dientes y una vara de sarrapia en el trasero. Sonreí, con una mueca que podría parecer de una supina ingenuidad a no ser por los hechos que más tarde se suscitarían. Fueron tantas las formas que mi mente ensayó para hacerlo callar pero definitivamente esta era muy graciosa, aunque…¿definía mi estilo?

Entré en la cocina, sentí náuseas al ver la filipina con su nombre bordado, desconecté rápidamente los brakers, linterna en mano, halé el cable conector de la nevera industrial, lo quemé en un extremo con el soplete y lo extendí hasta dejarlo fuera de la cocina. Rocié con jabón líquido el área por donde estaba segura, el sujeto de marras caminaría. Por último abrí la llave utilizada para lavar los pisos, dejé que el agua corriera con fuerza y cuando hubo anegado toda el área, la cerré y abandoné el sitio. Conecté de nuevo los brakers, provista de sendos guantes tome el cable entre mis manos y esperé oculta en la oscuridad a que mi “cerdo”, ya purificado, apareciera.
Desde aquél episodio han pasado unos cuantos años, pero aún no logro definir qué me proporciona más placer, si haberme librado de ese infeliz o haber presenciado cómo su piel se encogía rápidamente ante mis ojos. Aunque debo confesar que todavía mi paladar se ofende, cuando mi olfato percibe el aroma de la sarrapia.

Elena López Meneses



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