Cerdo al perfume de sarrapia


El aroma a lavanda, proveniente de la cocina, se llevó el último vestigio de la exitosa temporada de langosta. Ya no quedaban clientes en la sala y el personal comenzaba a retirarse.
Aguardé hasta que los pasos del conserje se fueron alejando, apagando luces aquí y allá. Revisé cada espacio de la casa hasta estar segura de que no quedaba nadie. La pulcritud que imperaba a esa hora, sólo me remitía a los insultos y humillaciones que cada empleado debía aguantar de Ibrahim, el jefe de cocina. El resentimiento que su despotismo y aires de diva gastronómica provocaba en sus alumnos, compañeros y subalternos, se había constituido en un elemento valioso del cual yo sacaría provecho.
Encendí un cigarrillo de marihuana junto a una vela aromática para disipar el olor. No es que yo fuera una consumidora habitual de hierba, pero según Marianita, la sous chef valenciana, aquello me haría sentir osada, segura, desinhibida, ¡qué sé yo! Aspiré unas dos bocanadas. Por un instante a mi mente acudieron algunas de las personas que más lo detestaban, claro que tal vez no hasta el punto de querer acabar con su existencia, ¿O sí? Zawra, la siempre humillada Zawra, casada, con un bebé y expuesta al escarnio diario por haber cometido la imprudencia de quedarse dormida en el automóvil junto a Abdel, el chef pastelero, quien por cierto pregonaba a los cuatro vientos lo bien que se podía dormir en el asiento trasero. Sebastián, a quien Ibrahim obligó a exprimir, con los dientes, so pena de expulsión, una docena de limones por haberlo sorprendido botándolos todavía jugosos. Laila, la muchacha de la limpieza a quien mentaba la madre cuando la vajilla quedaba algo húmeda o le arrojaba las llaves en los pies para obligarla a inclinarse ante él.
En cuanto a mí no necesitaba más motivos que la obstinación que me producía su prepotencia para no querer verlo más. Pero como dice la canción, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Quién iba a pensar que por esas cosas alguien lo iba a matar, dirían muchos.
La escuela restaurante quedaba a sólo tres cuadras de la plaza El-Rsif. Ya el sol se había puesto y los cantos de almuédanos se iban dejando escurrir por los altavoces de las cientos de minaretes de las mezquitas que poblaban a la imperial Fez de Bali, para convocar a la oración del ocaso, al cuarto adhan, lo cual me indicaba que tenía, a lo sumo, 25 minutos antes de que Ibrahim regresara a ultimar los detalles para la mise en place del día siguiente. Hasta entonces permanecería en postración, aunque la verdad dudaba que lograra superar la barrera de su ego ni recitando mil veces la salat. Imaginándolo así, postrado, no pude evitar verlo como un cerdo adobado, listo para ser rostizado con una manzana atascada entre los dientes y una vara de sarrapia en el trasero. Sonreí, con una mueca que podría parecer de una supina ingenuidad a no ser por los hechos que más tarde se suscitarían. Fueron tantas las formas que mi mente ensayó para hacerlo callar pero definitivamente esta era muy graciosa, aunque…¿definía mi estilo?

Entré en la cocina, sentí náuseas al ver la filipina con su nombre bordado, desconecté rápidamente los brakers, linterna en mano, halé el cable conector de la nevera industrial, lo quemé en un extremo con el soplete y lo extendí hasta dejarlo fuera de la cocina. Rocié con jabón líquido el área por donde estaba segura, el sujeto de marras caminaría. Por último abrí la llave utilizada para lavar los pisos, dejé que el agua corriera con fuerza y cuando hubo anegado toda el área, la cerré y abandoné el sitio. Conecté de nuevo los brakers, provista de sendos guantes tome el cable entre mis manos y esperé oculta en la oscuridad a que mi “cerdo”, ya purificado, apareciera.
Desde aquél episodio han pasado unos cuantos años, pero aún no logro definir qué me proporciona más placer, si haberme librado de ese infeliz o haber presenciado cómo su piel se encogía rápidamente ante mis ojos. Aunque debo confesar que todavía mi paladar se ofende, cuando mi olfato percibe el aroma de la sarrapia.

Elena López Meneses



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