La otra imagen

               
               
         
"Estoy aquí en la tierra como una fiel costumbre,

como un galgo que lame una estatua mojada,
como el que va en la sombra llamando sus parientes,
como el gesto inocente de los espantapájaros
bajo el húmedo viento"
Vicente Gerbasi 
         
 Barajo es una de esas palabras que utilizaba la gente de antes. Barajo exclamaba mi abuelo ante una tremenda calentera o ante una desilusión que lo llenara de asombro o de tristeza.  Barajo digo yo ahora, sentado en algún lugar de esta habitación, cuando veo a Dolorita, mi mujer, durmiendo desnuda. La observo con detenimiento, hacía no sé cuánto tiempo que no la contemplaba dormida o despierta. Su torso flácido, me parece semejante a esas aguamalas gelatinosas que el mar, con hastío, vomita a la orilla de la playa y allí se quedan agrietándose bajo el sol, desterradas en la arena sin alivio ni consuelo alguno, hasta dejar de latir y desaparecer.

Hacía mucho que había dejado de intentar acariciar esa piel como cuando parecían unas parchitas que yo abría con mis manos y la boca hecha agua. Con los años los pliegues de sus arrugas se me fueron enredando entre las manos al tiempo que se me encogía el alma. Hacía mucho también que su vientre se había cerrado, o tal vez ella lo fue dejando cerrando para mí.  Esas cosas que pasan con el tiempo y es que hubo un tiempo en que Dolorita tuvo las carnes duras y sedosas; eso lo recuerdo bien aunque casi nunca mis ojos pudiesen disfrutarla, por mojigata, digo yo.
Mientras pensaba esto, hacía vanos intentos por incorporarme; me sentía el cuerpo cada vez más pesado. no me respondían las piernas ni las manos. Esa rigidez, esa inactividad, hacía algún tiempo que la venía sufriendo. Rigidez también de la mente y cansancio o deseos de no hacer, de no continuar la vida.
Tenía la sensación de que lentamente me iba convirtiendo en algo, dejando por eso de ser alguien. A dónde había ido a parar mi tiempo, no lo sabía. Cada hora, cada segundo se reducía a lo mismo y en el mismo lugar, la habitación, sólo recuerdos. No atinaba a comprender, por ejemplo, por qué ya no hacía planes para el futuro y prefería permanecer allí como clavado, mirando a mi mujer, que ahora parecía despertar. Yo, un hombre vital y lleno de proyectos, de pronto me veía a mí mismo como un ser inerte, apagado, sin voluntad.
Observé a Dolorita encender un cigarrillo como lo hacía cada  mañana y extrañado me dí cuenta que verla fumar ya no me provocaba el mismo desagrado de antes, por sólo presentir que acto seguido se acercaría a besarme. Dolorita no me besó, me miró fijamente, de arriba abajo, con detenimiento pero indiferente. Como si me estudiara, como si yo fuera un espécimen raro y no el hombre con el cual había convivido durante veinticinco largos años.

Podría parecer una contradicción esto que voy a decir pero la ausencia es una visita amarga, desoladora cuando decide presentarse entre dos cuerpos que se juntan buscando amarse; porque estoy convencido de que esa ausencia, con su cara larga y sus labios negros y helados, también se llevaba los pocos y fortuitos gemidos de placer que pude haberle arrancado a Dolorita.

            Poco a poco, mi memoria se redujo a sólo imágenes de esa habitación. Dolorita despertando, durmiendo o llegando de quién sabe dónde, lugares cualesquiera que yo ya no visitaba y se me escapaban de los recuerdos.  Dolorita desvistiéndose sinuosa, como si tuviera nuevamente 20 años. tocándose, mirándome entre burlona y satisfecha; a qué se debía ese cambio repentino, me preguntaba. Todos los días, a la misma hora con tediosa puntualidad, Dolorita sobre mí, masajeándome los muslos, el abdomen, el pecho. Hundiendo sus dedos en mis ojos como si fueran dos cuencos vacíos.  Parecía querer esculpirme de nuevo, moldearme a su antojo, tejiendo y destejiendo mis arterias tal vez, digo yo, para encenderme nuevamente el flujo de la sangre. Dolorita hurgándome bajo la piel, intentando quizá encontrar detrás de ella, otra imagen que le diera más satisfacción. El resto del tiempo, me quedaba allí, cada vez más quieto. Sin nada que aportar, decir o sentir.
Un día Dolorita me dejó en paz. Ese día pude al fin salir de aquel encierro. Sabía que no era el mismo y aunque debía hacer esfuerzos para pensar o analizar, tenía plena conciencia de que mi salud se había deteriorado. Aún así disfruté verme en una esquina del salón de mi casa, contemplando mis cuadros, mis libros, en fin mis pertenencias, producto de una compilación donde el afecto era la causa. Había flores en algunas mesas, piezas de bronce ajenas a mi memoria se exhibían en otras, y gentes extrañas que poco a poco llegaban, las acariciaban, las compraban o simplemente miraban. Algunas se atrevían a observarme con desganada curiosidad, como si yo fuese parte del mobiliario, ¿una escultura?.
Sentí a Tequila, nuestro perro, lamerme el talón. Sale perro endemoniado, quise gritarle, cuando vi a una dama, elegantemente vestida, pararse junto mí en compañía de Dolorita, palpaba mi rostro sin que yo sintiera sus manos. Esta me gusta exclamó mirándome fijamente a los ojos. Esta no está venta replicó mi mujer, apoyámdose en mi hombro, mientras tapaba, con disimulo, una gota de sangre que Tequila lamía de mi pie.

Elena López Meneses


2 Response to "La otra imagen"

  1. Anónimo says:

    A ver...¿El narrador està muerto? Porque si no me equivoco, la mujer que està al lado de su esposa es la muerte

    Pues sí Alí el narrador está muerto pero no termina de darse cuenta...ahora bien bien, una vez que un lector decide adentrarse en un un relato, esa historia, creo yo, le pertenece y lo que de ella perciba es lo correcto...
    gracias por leerlo

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