El pasajero

"No existe un dios  más antiguo y verdadero que el amor puro 
y a este nada lo precede y todo de él se desprende"
Platón



 Vino la lluvia y llenó de agua las zanjas que me dejaron en la piel los cascos de unos caballos. Pisotearon mi tallo porque soy un espino, un arbusto sin flores al que de pronto de le brotó una flor blanca. Mis brazos son ramas largas que se abren para recibirla a ella, la flor, que triste y desvanecida se desploma ante mis pies. No puedo hablarle, sólo la escucho sollozar. Sobre mi corteza resbalan dos lágrimas verdes y lloro también de herida profunda porque su dolor es mi dolor. Ahora ella duerme y yo soy brisa, le silbo y mezo su cabello, acaricio sus ojos y sin poderlo evitar me alejo.
Sin que yo me detuviera a cambiar de forma, el cielo oscureció y las nubes, todas las que mi vista podía abarcar, se apiñaron en fila contra mí que me encontraba en medio de una playa en un lugar que llaman Río Caribe. De pronto las nubes se volvieron una gran sepia  que ponía un enorme huevo que caía al mar mientras sus tentáculos me sujetaban. Allí estaba yo y la gran sepia ya no era más una sepia sino un barco de velas y el huevo ya no era un huevo, era una barca y esa barca era yo recibiendo sobre mi lomo a un ejército de soldados medievales que caían dentro de mí como si me fueran a traspasar con sus piernas en cada salto.
Ellos mismos con trajes de hierro sujetaron mis brazos y remaron y navegué con ellos hasta la orilla. Mi cuerpo al entrar en contacto con la arena se tornó rígido con la rigidez del acero frío y quedé convertido en una lanza enorme, dispuesto a empalar a cientos o a miles o a cuantos fuese necesario. Como no había perdido mi sentido del olfato, noté que el olor de la arena no era el mismo de la playa del espino blanco de aquel lugar llamado Río Caribe. Era un olor más fuerte, un olor de agua salobre mezclada con sangre y muerte, de un mundo diferente, de otro tiempo.
Estaba en medio de una gran batalla y las armas eran feroces como feroces eran aquellos que las empuñaban. La lucha era cuerpo a cuerpo y cuerpo a cuerpo caían en medio de aquél lugar que se iba tiñendo de rojo. Sus rostros lucían terriblemente contrariados, tal vez por el miedo, o por la furia o por ambas cosas.
Ahora estoy hundido en el costado de uno de esos, escuchando su gemido agónico. Lo sentí culpándome de su dolor y sin poder soportarlo, aferré a la tierra la punta de la lanza que era mi rostro, y lloré mezclando mis lágrimas con la sangre que de él hice brotar.
No sé desde hace cuánto tiempo soy parte de esta tierra ensangrentada y una gran caballería desbocada me pisa y me desmiembra. Los caballos corren sobre mí, se hunden en mis músculos y parten mis huesos. Fue aquí cuando llegó la lluvia  y llenó de agua las zanjas de mi piel. La lluvia cesó y entonces pude abrir los ojos, estaba boca arriba. Quería levantarme pero no había piernas que sostuvieran mi cuerpo, no había brazos ni manos. La tierra estaba floja y de nuevo la tierra era yo. Comencé a convulsionar, me retorcía buscando poder moverme y así me fui deslizando hasta que tropecé con unas raíces muy gruesas.
Algo dentro de mí, me haló, sentí que me embutía y elevaba por el aire, entonces supe al ver mi tallo que era de nuevo aquél espino blanco. No estaba la flor, tal vez el invierno helado la había llevado lejos. Me quedé mirando aparecer de nuevo en el cielo a la gran nave que descendía en el mar, envuelta en una espesa bruma que a ratos la hacía desaparecer.
Estaba cansado, con un cansancio por el que me desplomaba sin permitirme ordenar mis pensamientos pero aún así pude escuchar un leve gemido que salía de mí. Una diminuta joven vestida de blanco trepaba mi tallo sin enredarse con sus trenzas. Ahora mis ramas son brazos que se abren para recibirla pero ella se desploma ante mis pies. No puedo hablarle, sólo la escucho sollozar y sobre mi corteza resbalan dos lágrimas verdes y lloro, con herida profunda porque su dolor lo siento mío.  

Elena López Meneses


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