Agüita de coco para el desamor


Dicen que apareció una noche de tormenta, a orillas de la playa, enredada entre palmeras que el aliento sofocado de las olas, había derribado; que deliraba incoherencias, sujetaba su vientre abultado y le pedía a luna que la ayudara. Dicen también que mordía con desaliento los cocales estrellados contra la arena, buscando el líquido dulce que apaciguara la sed de sus labios; unos labios fruncidos quizás por algún dolor con rostro de hombre lejano. Cuentan que la arrojó el lecho marino en partículas tal vez. Pedazos de cuerpo y alma que Ondina no sabía cuánto tiempo le llevaría recomponer o si podría lograrlo.
Tenía sangrando las manos, y los ojos abotagados quien sabe si de mucho llorar o quizás los relámpagos que no dejaban de herir el cielo, le habían cegado la vista. Sujetaba su vientre abultado a punto de estallar como si no deseara dejar salir a la criatura que llevaba dentro y repetía con desesperación, insaf, Alá insaf.
Hacía días que había cesado de llover pero todavía el horizonte lucía bloqueado por un grueso techo de nubes de acero helado. Era mucha la gente que la tormenta arrojaba hasta su orilla, una orilla que Ondina había visto mancharse de muerte o de vida, según fuera el caso; terminó pensando y preguntándose cuál sería el de esta mujer que, a ratos, parecía querer desaparecer bajo la arena para después safarse de la muerte aferrándose al agua fresca de los cocales. Tu vida no ha terminado aún, le susurraba Ondina intentado rescatarle la memoria de algún fango donde parecía haberla confinado.

Ondina no sabía de ciudades ni de puentes, barcos o aviones que comunicaran con esas ciudades y sin embargo venia de darle la vuelta al mundo desde sus entrañas, desde sus miserias, dolores o alegrías. Ondina era tan antigua que vio nacer al mar, lo retiró de sus pies para que le respetara su espacio de vida, pero también se volvía su orilla cuando deseaba ser acariciada.
Si alguien sabía de calmar el desamor, las penas y el desaliento, esa era Ondina. Su origen semi divino le otorgó la paciencia necesaria para lidiar con el desequilibrio humano, con el caos ontológico de los seres originadores de tormentas, mucho más terribles que las que azotaban las costas, valles o montañas. Por eso se dedicó a darle de tomar, una y otra vez, el agua fresca de los cocos que la tormenta, amiga al fin de la naturaleza, había puesto al alcance de sus manos. Agua balsámica que aleja los lamentos y calma la fiebre de los sentidos. A Ondina sólo le bastó escucharla clamar insaf Ála y limpiarle las heridas del cuerpo, para intuir con certeza su doloroso destino inacabado.
Una noche de creciente lunar, la mujer del vientre abultado a punto de estallar, abrió los ojos por primera vez y miró intensamente a Ondina; sabía por su aroma que era ella quien la cuidaba, quien le había sellado las heridas de adentro y de afuera a fuerza de contarle historias arcaicas; cómo te llamas – le preguntó – Fadhila – respondió ella –, y acto seguido un gemido prolongado se le incrustó en la garganta, al tiempo que le imploraba, sujetándose el vientre que ya liberaba la carga, salvar a su hija de la ablación.

Con la mirada detenida en la media luna, se fue quedando inmóvil, ligera y precisa sin un velo que la identificara. Había sido torturada por nacer mujer, lapidada por amar a quien no debía y condenada a morir por ser fuente de vida. insaaf Alá insaaf, fue lo último que se le escuchó decir, y de su vientre se desprendió un fuerte aguacero dulce. Agua santa de coco que arrojó a la vida a una niña que viviría en libertad y justicia al abrigo de Ondina.

Elena López Meneses





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