Metáfora de una vendimia


Cuando Máximo comprendió que era diferente, contaba apenas 8 años. Supo que el encierro no era la mejor manera de evitar ser subyugado por quienes habían sido sus amigos, cuando iniciaba, apenas, la pubertad. Heredero del mejor vino cultivado al sur de la Toscana, corría el año de 1664 cuando siendo descendiente de la señorial casa de los Scaligeri, produjo la gran sepa Chianti que le valió hasta el presente el puesto de mejor vino de la región. Aquellos valles de fondos tapizados por la exquisita vid, se habían decretado su carcelero, buscando librarlo de la curiosidad mundana. El hombre vale tanto como mide – le mentía a veces su madre –, y sólo los que poseen tu estatura, logran alcanzar la cima o las estrellas.
Del padre aprendió a sobrellevar su condición con un humor que no daba acceso a la lástima, y cuando por algún acto cívico o social debía comparecer ante una multitud, pedía permiso para arrodillarse y así estar a la altura de los acontecimientos. En momentos como ese, la mayoría reía aún sin entender si se burlaba de ellos o de sí mismo. Su padre sabía lo que hacía cuando de joven, cada noche, le narraba las insólitas y divertidas hazañas de Gargantúa y su hijo Pantagruel. Máximo reía entonces, divertido por la visión de aquéllos gigantes bondadosos. La lucha por trascender, como ellos, más allá de su enorme humanidad, lo llevó a la convicción de que no hay obstáculo del cual no se logre obtener un beneficio que equilibre cualquier limitación. Con tal certeza logró convertirse en el más grande anfitrión de Toscana, llegando a desarrollar una enorme capacidad para deleitar a todo aquél que deseara beber del fruto de sus viñedos.
Había crecido amando el arte, las historias y los sabores. Había vivido sin importarle que su cabello se enredara entre las copas de los árboles, o asistir a la escuela desde afuera, a través de una ventana, aminorando el vigor de sus pasos, de su voz, de sus pensamientos, y nunca renegó por ello de su condición, hasta el día en que la conoció y ella se convirtió en su alma, razón y sentimiento.

No la presintió, no la vió venir. Su presencia le había llegado como por asalto, como ladrón que trepa en la oscuridad de la noche, sobre el ya vencido por la vida. ¿Qué tormenta la había arrojado hasta su pecho, quién desdichado cruel, le había mostrado el camino hasta sus venas, haciéndola huésped imperecedera de sus sentidos, sibarita insaciable a la espera del dulzor de su vendimia. Quién era ella que no se intimidaba ante unas manos que más que manos semejaban dos cuencos de hondura interminable; ni se estremecía por el sonido percusivo de su voz.
Cómo reconciliar la agitación de su pecho con un sentir que aunque eterno era desconocido para él, si aún teniéndola a su merced apenas se atrevía a presentir la tersura de sus labios, a observarla mientras dormía con el pecho agitado y trasiego por algún mal recuerdo que se desvanecía con la luz del sol. A rondarle la respiración y sentir envidia del oxígeno que la poseía toda en cada inhalación.

Nada importaba si la había arrojado el viento del norte o si desde siempre habitó cada racimo de su vid. Mejor que su cordura se quebrara si era forzada a recordar y cuando inclinado sobre su rostro quedaba cautivo del yacimiento de seducción inagotable que era su mirada perdida, en algún punto irreconocible para mortal alguno, entonces agradecía a la providencia que en ella no existiera la luz, que no lo pudiera contemplar tal como era y se conformara con sentirlo surcar el recinto violáceo de la viña como si fuera un mar revuelto, con ella en brazos, llevándola en vilo de atardecer en atardecer; a la espera de la consagración plena de la vendimia. Estaba seguro que en aquellos paseos interminables, entre el perfume de su piel, de su fervor femenino y el fondo malva de la vid, se había producido una suerte de simbiosis única, de alteridad poética irrepetible y un milagro que no se agotaría jamás.
Un día ella desapareció: sin dejar un rastro, una huella que le otorgara la esperanza de encontrarla. Era el mismo día en que se llevaría a cabo la vendimia. El día en que el llanto de aquél gigante de corazón, regó los valles con una llovizna sutil y resignada. También el día en que inició la ardua tarea de acariciar las uvas para verterles la sangre con altiva agilidad, con deseos de fuga, de escindirse en sí mismo, o sobre los racimos que comenzaban a burbujear, sofocados por su peso.

No estés triste –le susurró una voz que parecía provenir de cada fruto sagrado – ¿Acaso no sientes mi perfume enlazarse a tu cintura y ascender tu tronco firme?...Ahora sí me puedes poseer, beberme, bañarte en mí. Déjate llevar por mi cadencia y reconocerás mi aroma – le dijo – Cultiva mi bouquet, perfila mis taninos y frótame hasta que me sientas fermentar estremecida por tu roce, porque nunca me fui y siempre he sido parte del viñedo de tus valles; estoy rendida a tus pies, soy muerte y resurrección.

Elena López Meneses




0 Response to "Metáfora de una vendimia"

Publicar un comentario

Powered by Blogger