Bendígame Padre



“…Y te veré pensativo en el último arrecife,
dulce provocador de naufragios
Sombrío dios sin devotos,
tus amapolas me curarán de las rosas…”
Marquerite Yourcenar

                                                                                                                                    
A las tres de la tarde Luciana llegó ante el confesionario. Sabía que a esa hora la iglesia estaría vacía y que el Párroco no se encontraba. Sabía también que Santiago, el seminarista, estaría recostado en el confesionario intentando reponerse de las rigurosas tareas que durante la jornada debía cumplir.
Luciana y Santiago se conocieron desde siempre. Crecieron juntos cerca del mar, más como amigos íntimos que como vecinos hasta que Santiago, influenciado por su tío, el Obispo, ingresó al seminario a los dieciocho años y no lo volvió a ver durante durante los próximos cinco.
En ese tiempo de ausencia, siempre existió un lugar dentro de ella, donde con gran celo, guardaba su recuerdo. Guardaba el color de su mirada, el movimiento de sus labios, la forma de sus manos, el ancho de su espalda, lo turgido de sus muslos, sus movimientos sensitivos, su media sonrisa, pero más que nada, ¡Dios…aquella forma de mirarla! Todo lo demás que le fue negado explorar de su cuerpo, ahí también yacía, en estado de luminaria imaginación donde ella, a hurtadillas, se deleitaba.
Esa existencia, hecha recuerdo, habitaba en una cámara oculta detrás de una complicada red de difícil acceso, construida en contra de su razón y acorde con sus deseos. Un hábitat lejano que guardaba el inicio del camino donde una vez la piel le fue horadada. Una senda por la que increpaba con furia al Dios que se lo había negado y se abría paso en medio de una densa constelación de venas, arterias y quién sabe cuántas conexiones neuronales de órdenes y contra órdenes, que fluctuaban entre su mente, sus deseos y su consciente o subconsciente, convirtiéndola en zona de acceso restringido incluso y sobre todo para ella, pero ella era persistente, transgresora y capaz de rebasar, por él, toda suerte de obstáculos para cruzar umbrales inexistentes para el ojo humano, pero no por eso menos reales para los sentidos. Aquella estancia, era también un recinto sagrado y profano a la vez, que ella forjó para albergarlo, y aunque al principio sólo se atrevía a visitarlo si la añoranza la sorprendía en una dilatada y subrepticia visión de rebelde locura o gran melancolía, era entonces cuando, una vez allí, sólo allí, él le pertenecía por completo hasta sentirlo jadear convertido en amante furtivo. Así lo amaba ella, así podía disfrutarlo a su antojo, aún sin que él jamás llegara a sospecharlo.

Un trasmundo, donde podía insuflarle vida a su recuerdo, conocer la textura de su piel, sentir sus poros dilatados mojándola, sus vapores, exfoliarla, tallándole historias con sus labios hasta hacerla parir millones de flores para saciarle su interminable sed de miel. Fundirse en su pecho en un apretado abrazo, buscando retenerlo, para siempre. Sentir sus manos deslizar por sus muslos haciéndola contraerse ante el roce, mientras afuera, en el mundo real, su mente se preguntara dónde se hallaría y a quién estaría haciendo estremecer.
Así se le pasó el tiempo, entre visitas a su propio interior donde lo hallaba y lo amaba o solamente se sentaba y le escribía, desde la cursilería mas pavorosa hasta que la invadía ese erotismo abrasador y entonces se acurrucaba en el borde de la cama, en una condición casi de indefensión de vuelta a su interior, mientras en su mente quedaba convertida en la amante feroz de su recuerdo, en la meretriz soñada, su geisha mojigata fantaseada por todo hombre occidental. En la fuente del placer más puro, de su sangre, de su carne…¡Cómo lastimaba amarlo sólo en pensamiento!

Hasta que Santiago volvió. Faltaba poco para que dejara de ser seminarista y ella al verlo de nuevo, supo que debía intentar recuperarlo.
Hacía tiempo que lo venía observando; su casa, la de Luciana, quedaba detrás de la iglesia. Desde allí podía mirarlo temprano en las mañanas cuando salía al patio a alimentar a las gallinas, conejos y cuanto animal se le ocurriera al cura poseer. Lo hacía con el torso desnudo para desagrado del Párroco quien le aseguraba que no tardaría en pescar una pulmonía y algún mal pensamiento. Santiago reía entonces para delicia de ella quien ya se imaginaba acariciando aquél cuerpo que conocía de memoria.
Luciana se arrodilló ante el visillo y tras un bendígame Padre porque he pecado, dió rienda suelta a su efervescencia y le suplicó que no profesara, que ella todavía lo amaba. El seminarista se tapó el rostro con las manos y con una voz que más parecía un sollozo, intentó explicarle que no era posible, que lo olvidara. Si lo es – le replicó ella como si se le hubiese disparado un discurso aprendido de memoria a fuerza de desearlo – Déjame calmar tu llanto, convertirme en tu ánfora que la brisa no evapore. Toma posesión de mí como si fuera tierra irresoluta y con tus manos que desatan Prometeos llévame al mar, invoca a Poseidón, conviértete en mar, conviérteme en arrecife, en arena coralina; haz que tu espuma se reseque en mi orilla y enséñame cómo desde tiempo inmemorable, no existe un coito más ancho y más ruidoso.
Santiago detuvo el llanto, nunca nadie la miró con tanta ternura y dolor a la vez. Un dolor que le anunciaba renuncia, olvido, ausencia. No puede ser – le dijo – ¿Es que no entiendes que para olvidarte, me convertí en eunuco de Dios?

De ella nunca más se supo. Apenas murmullos que alguna vez se dejaron oír entre las olas que bañaban un arrecife con rostro de mujer, susurros que denunciaban abandono y se ahogaban bajo el tañir de las campanas, en la torre de la iglesia que se divisaba desde la playa. Al seminarista nunca más se le volvió a ver, pero hay quien dice que, sobre aquél arrecife, en las noches cuando la marea sube, una sombra vestida de riguroso negro, se aferra a la piedra amasada con arena coralina y rostro de mujer, y sin clamar a Dios llora amargamente.


Elena López Meneses



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